En el último estante de la habitación
contemplabas el mundo.
Poco a poco tus ojos se amarillentaban
y el polvo apagaba tus colores.
Perdías la magia, perdías el norte
y ya no recuerdabas el tiempo
en el que eras un héroe con uniforme.
Aun así, soldadito, conservabas tu figura,
tan elegante y firme, muñequito mío...
Hoy te he cogido en mis manos,
he sacado brillo a tu hermosa cara,
al traje que tan sucio llevabas,
¡ay soldadito!,
luces tan explédido y brillante el tipo...
Ya no estás en el estante, pues ahora,
muñequito, resides en mis versos.
A David.
Clara Ortega
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